martes, 8 de mayo de 2012


ÁNGEL CAÍDO


Rogelio Salazar de León

Existe un poema que habla de un pájaro marítimo llamado albatros, que al volar lo hace con la elegancia digna del ángel, pero que cuando camina sobre sus patas, sobre la cubierta de un barco o  en tierra firme su aspecto cambia al punto de ser ridículo y hacerse objeto de las peores burlas; el poema es de Baudelaire, quien además sugiere que el poeta es como ese pájaro.
Si Baudelaire ya no es un romántico en sentido estricto, sí que está tocado por el romanticismo así como, de forma persistente, lo seguimos estando nosotros.

¿Qué es eso que nos toca de la misma forma en que ha tocado a Baudelaire? ¿Qué es eso anterior a él que lo rebasa y llega hasta nosotros?

Para ser directo y tratar de no andar con muchas vueltas, habrá que decir que eso por lo que indagan las preguntas anteriores son los incalculables e imprecisos alcances de la palabra revolución; que bien puede ser entendida de acuerdo con su sentido social y político, o bien puede ser entendida de acuerdo con el contenido de la vida de personajes como Goya, como Beethoven, como Hegel, como Bonaparte.

Después de la revolución, como la queramos entender o como la podamos entender, cada hombre es un ciudadano, cada hombre es igual al otro en dignidad, cada uno tiene los mismos derechos que los otros: por humildes que sean los orígenes es posible alzarse hasta la cumbre, no importa si se ha nacido en Córcega, ni tampoco importa si se habla el francés mal y con acento, a pesar de ello se puede llegar a ser Emperador de Francia.

Pero eso no es todo, la historia que surge de la revolución tiene otra cara que niega la primera, como la moneda que siempre tiene dos: otra cara que puede verse, por ejemplo, si se recuerda el cuento de Dostoyevski que narra la vida del miserable estudiante Rodion Romanovitch Raskolnikov, quien en medio de la pena y la fatalidad llega a preguntarse: “¿Por qué no soy yo Napoleón Bonaparte? ¿Por qué tengo que vivir sin un céntimo? ¿Por qué no tengo poder alguno?”.

De modo que la vida de la mayoría de ciudadanos, de empleados asalariados y también de patronos se convierte en una espiral ingrata cuyo centro es inalcanzable; éste ya no es un mundo en donde cada quien tiene su lugar, sino un mundo en donde cada quien tiene que empujar para hacerse un lugar.
El nuevo mundo del hombre igual y libre es un incierto conglomerado, casi siempre urbano, sin un lugar, sin una fijeza, sin una certeza más que el corrosivo sentimiento o re-sentimiento (esta palabra es de Nietzsche) provocado por la ambición.

Ya no en la política, sino en el arte: Goya retrata a la familia real, a los Borbones ilustrados de España, de la manera más fiel y sin alterar un solo rasgo, pero para burlarse de ellos, para evidenciar su abotagamiento y su estupidez.

También en el arte: Beethoven ya no se siente empleado de nadie, ya no se siente obligado hacia nadie, sea un obispo, un noble o un político, sólo se siente obligado frente a sí mismo; si vende sus piezas o si llena las salas en donde las interpreta es asunto suyo y de nadie más.

Pero, del mismo modo, en el arte existe la contracara que niega la primera, el otro lado de la moneda; porque no todos los hijos y herederos de Goya y Beethoven tuvieron la confianza en sí mismos que han tenido ellos y, al no poder contar con el respaldo que da la confianza del señor, del patrono, del mecenas, la duda corroe las entrañas y surge la incertidumbre de que, al no trabajar para un señor, se trabaja para todo el mundo y, de si esto, en el fondo, es lo mismo que trabajar para nadie; cada obra nueva debe valer por sí misma, justificarse a sí misma, ser una obra maestra o, en caso contrario, no vale nada.

¿Podrá lograrse algo así o no, a pesar de que en ello vaya implicada la vida misma…? ¿Hasta dónde podremos exprimir de los demás, de nosotros mismos o de nuestra propia lucha con ellos…?

La inseguridad de sí del hombre, que siendo cierto se niega, deriva en un reto para la imaginación.

El hombre inseguro de sí, al ser igual a cualquier otro y al estar libre del dominio de cualquier otro, no puede dar crédito a que todos los otros sean tan pequeños, inciertos y pasajeros como él; por lo que quiere ver la vida individual inscrita dentro de un ciclo que la supere y la rebase para así sentirse, de alguna forma, devuelto hacia el sentido maravilloso de la vida, para sentir que sus alas no son sólo una carga ridícula ni un equipaje patético.

 Sin embargo, al final del camino sólo puede contemplar los homenajes vacios que se les rinden a los muertos, las pocas letras de los epitafios, que se conforman con imitar a otras letras, para que se cumpla el deseo vano de que la tumba, al estar llena, colme el vacío de la presencia.

Y, desde luego, bien enterado de que la tradición no basta para devolver la vida, de que la herida de la negación nunca cicatriza y de que, aunque a veces vuele alto, su vida será ridiculizada.

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